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Busco indagar qué configura la literatura nariñense. Para posibilitar una respuesta, hay que delinear su lugar desde una cartografía crítica en la que se planteen las urgencias identitarias y se le dé paso a la misma crítica para que asuma nuestras posiciones. Al menos lo anterior, permite pensar que lo que no tiene la literatura nariñense es la voluntad de ser un sistema cultural anclado en el canon literario colombiano. Ella misma se transforma, no se ordena. Si tuviera una voluntad se limitaría su devenir.
Lo que caracteriza nuestro acontecer literario, sobre todo pensando en la novela nariñense, es la presencia de ciertas formas, según Cecilia Caicedo, escritora y crítica literaria nariñense, «de rezago literario o apego a formas ya superadas, con algunas excepciones». En ese panorama se hace evidente una visión instrumental que busca reivindicar el territorio no nombrado y el entramado cultural nariñense en el panorama de la literatura colombiana de mediados y mitad del siglo XX con un afán costumbrista y testimonial. Aquí subyace un inconveniente que se puede traducir en una impronta estilística temporal que aparece y desaparece: Al ser la literatura nariñense, reitero la de mediados y mitad del siglo XX, una textura de propósitos utilitaristas pasó por alto en algunas de las obras que conforman su corpus, los requerimientos de la forma y rezagó la potencia sugerente de la ficción. Poner en evidencia lo dicho es enfrentarse a una verdadera dificultad en la que se dimensiona un estudio serio de nuestra literatura pero, recurro a lo planteado por el escritor nariñense Jorge Verdugo Ponce en su libro Sobre el canon y la canonización de la narrativa en Nariño en el siglo XX, «hay una falta casi total de fuentes documentales», lo cual contribuye a que no exista, de nuevo Cecilia Caicedo nos ilumina, «un verdadero estudio de conjunto, de ahí que la literatura nariñense en general aparezca como una literatura sin historiadores ni críticos». Entonces, ¿qué queda? Sólo un canon no riguroso sino limitado e intimista.
El verdadero canon, esa fue la enseñanza de Verdugo Ponce, nace en una comunidad de lectores que valora y valida la importancia de una obra literaria. Su uso no es exclusivo de un círculo académico, pues su exigencia se instaura a nivel de la comunidad. Aunque en Nariño por la falta de lectura de sus autores y sus obras, se mitifica y perpetua al autor sin conocer su obra.
En este punto, la literatura nariñense debe tener la fuerza redentora del síndrome de Falcón, propuesto por el escritor ecuatoriano Leonardo Valencia, que hace honor a Juan Falcón Sandoval que, durante una década, cargó en sus espaldas, a falta de una silla de ruedas, a Joaquín Gallegos Lara, un escritor ecuatoriano de la primera mitad del siglo XX, que desautorizó la obra del gran escritor vanguardista ecuatoriano Pablo Palacio. Este síndrome Valencia lo encamina hacia la autocensura que genera en su proyección la literatura seria. Yo lo direcciono desde su contraparte, entendiendo su capacidad biforme, hacia lo que debería configurar la literatura nariñense: la libertad y la liberación creativas distanciadas de los centralismos y el mercado editorial. Por eso, buscamos nombrarnos desde la incertidumbre literaria para valorar nuestro ser nariñense y, desde allí, sobre nuestras espaldas reconocer el peso de otras tradiciones provenientes de la sierra y la costa para re-crear la literatura nariñense, una literatura inasible, y validarnos en sus fantasmas.
Por: Jonathan Alexander España Eraso