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Las crecientes necesidades y aspiraciones de las poblaciones humanas que buscan el progreso socioeconómico y el goce de las riquezas y bellezas de la tierra, han conducido con frecuencia a las comunidades a una explotación poco sagaz de su entorno.
El precio de ese proceder se manifiesta hoy en día con una extensa lista de peligros y desastres, como la erosión de los suelos, la desertificación, la pérdida de las tierras cultivables, la contaminación, la deforestación, la extinción de especies y aun la destrucción de sistemas ecológicos enteros, como el ocurrido recientemente con incendio de un páramo en el municipio de Cumbal.
Esta degradación y canalización de los ecosistemas afecta directamente la calidad de vida y los niveles reales y potenciales de bienestar de la sociedad humana presente y pone en peligro la supervivencia misma de la especie humana.
“La revolución tecnológica y científica ha propiciado a la civilización un elevado grado de desarrollo. El bienestar del ser humano ha llegado a niveles superiores, no imaginables siquiera por mentes privilegiadas de siglos atrás. El hombre ha hallado la tierra en toda su extensión; no existe región del planeta en la que los hombres no hayan dejado su huella, sea por interés científico o bien por el aprovechamiento de los recursos que la tierra ofrece”.
Sin embargo, los colombianos, ignorantes de su riqueza natural, son depredadores por esencia. Basta que vean agua correr para que le arrojen basuras. Las fábricas, sin control, se deshacen en cualquier lugar de cuantos factores destructores les sobran. Los cielos reciben el resto. La salud pública y el deterioro rápido de los factores de vida pagan las consecuencias.
Uno como un habitante más de este país siente una inmensa vergüenza y, a la vez, tristeza al ver como los recursos naturales se los destruye más, se los acaba en sus distintas formas a través de “negocios” como la minería ilegal, el narcotráfico y los atentados terroristas a la infraestructura petrolera por parte de las bandas criminales que hoy operan a lo largo y ancho del territorio nacional.
Muchas entidades constituidas para proteger en forma efectiva los recursos naturales encargadas de velar por los recursos naturales, sólo existe en el papel; pero eso sí se dan el lujo de recaudar grandes impuestos y de pagar una burocracia inepta que únicamente se dedica a realizar estudios que jamás se ponen en práctica en cuanto tiene que ver con el cumplimiento de las funciones que les dieron origen.
No luchan por el fortalecimiento de la lucha contra la deforestación, la implementación de la política nacional de economía circular, la reducción de las emisiones de gases efecto Invernadero, la masificación de programas de transporte limpio y energías renovables sostenibles.
Pues, aquí las instituciones con funciones ambientales, sólo se conforman con simples “paños de agua tibia” para solucionar las consecuencias que quedan de los desastres naturales. Y pare de contar.
Por lo tanto, hoy más que nunca se necesitan menos discursos y más políticas ambientales que impulsen, orienten y formen conciencia nueva acerca del valor de la naturaleza, del hombre, y de las interacciones entre éste y aquella, de manera que no exista dicotomía alguna entre el ser humano que anhela su bienestar y el medio natural que la hace posible.
Por: Luis Eduardo Solarte Pastás