Para ver más noticias escalofriantes ingrese AQUÍ
Los poemas bucólicos escritos para recrear madrugadas, atardeceres y noches estrelladas en el campo, son más solo acuarelas para colgar en las oficinas ascéticas del doctor que solo conoce de la vida campestre las delicias propias de las suntuosas haciendas o de aquellos centros veraniegos a los cuales se va seguro de no ser molestado ni por los moscos. Esos versos parnasianos que describen a los caballos con sus jinetes cual si fueran centauros paseando por placidas llanuras y a las mujeres como la encarnación de Cibeles, no logran más que poner en la imaginación del ajeno a la realidad del campo una idea equivocada de lo que es y ha sido la vida allí para los que nacen, crecen, se reproducen y mueren o, como dicen ellos, vuelven a ese su terruño
Lejos en el tiempo están los días en los que se podía hablar de una vida campestre como la de esos poemas, tranquila y prospera. Tan remotos que se confunden con la ficción riñendo con la historia de un país asolado por los vientos de la violencia política desde que se inauguró como independiente, desde entonces devastado por las hordas de migrantes obligados a no tener casa en ningún lado por los que agitando banderas en contra o en favor de los gobiernos de turno van detrás de ellos arrebatándoles lo que han levantado y sembrado con el único afán de poder vivir tranquilos. En un país Sumido en la pobreza a pesar de contar con tierra fértil y rica en minerales. Tierra de promisión le llamó José Eustasio Rivera en un poemario donde pinta la selva y la llanura detallando su hermosura y la abundancia de flora y fauna, solo posible en un sueño de esos místicos en los que se visualiza el paraíso. Imagen que años después tendría que retocar en su novela La Vorágine para mostrar al despojado, quien desde ese entonces es expulsado de las tierras cultivables hacia la selva para ponerse al servicio de las infamias del depredador y con él comenzar a generar las consecuencias en ese entorno natural que desmantela para complacencia de su ambición.
Nada más extraño a la realidad del campo, ayer y hoy, que la imagen de ese Chalan que al igual que sus bestias se expone en las ferias. Ni la estampa del caballista ni la de sus caballos de paso pueden asimilarse a la del verdadero campesino de piel curtida al viento, el sol y la lluvia, con manos fuertes igualmente señaladas por el diario empuñar de herramientas durante largas jornadas de trabajo o de tránsito a pie por pedregales, caminos fangosos y entre la maleza. Siempre con la espalda doblada por el peso de la carga, como bien lo recuerda ese icono turístico del silletero que retrotrae a su vez la del grabado aquel proveniente de la colonia que muestra al indio llevando a sus espaldas al amo. Ahora que se visibiliza a la orilla de las autopistas lo podemos identificar en su real entorno que no ha sido otro que el de la pobreza, solo sacada a flote cada vez que los ríos salidos de madre inundan su rancho o cuando la canícula de una larga temporada de sol además de secar sus huertas seca sus ojos. Ellos no tienen fincas y las fincas jamás son afectadas por el agua. Pues entre la propiedad del finquero y el peón median el lujo y las necesidades, estas siempre del lado del rancho y lejos de la casa solariega.
Ahora que se vuelve a hablar de su pobreza vale pensar en sí de verdad la historia patria va montada sobre elásticos y risueños caballos como lo dice en sus versos el poeta Robledo Ortiz.
POR: RICARDO SARASTY.