Para ver más noticias escalofriantes ingrese AQUÍ
Corre el año de 1936 en la España que ve derrumbarse el sueño de los partidarios de la república y como sobre sus ruinas se impone el ideario de un régimen que se ha llamado así mismo defensor de la cristiandad y la moral.
Una España legionaria que sucumbe ante el afán de recobrar, según las huestes añorantes de los tiempos del santo oficio, la fe y las buenas costumbres, para lo cual no ha ahorra fuerzas ni recursos extras, tras el propósito de lograr imponerse. De ello son pruebas dicentes la muerte del poeta Miguel Hernández sucedida en 1942, luego de haber sido acusado, condenado a pena de muerte por el delito de rebelión y conmutada su pena por 30 años de cárcel. De los cuales solo alcanza a cumplir dos.
Pero también está el asesinato de Federico García Lorca, sucedido cuatro años antes, como parte de un operativo militar organizado para su captura y posterior desaparición en manos de eso que hoy llaman fuerzas oscuras, pero que no son más que bandas criminales que actuaron antes de y durante la guerra civil española y actúan aún hoy allí donde la extrema derecha o izquierda, según el gobierno imperante, lo requiere bajo el mando de los cuerpos de seguridad del Estado para el cual siempre va a existir un enemigo ahí donde se encuentre un pensamiento diferente.
Así lo demuestra en su discurso el filósofo y escritor Miguel De Unamuno, pronunciado en la Universidad de Salamanca, reconocida por su acervo y acendrado prestigio intelectual y de la cual era entonces rector. Lo dijo allí en su universidad, como exigió que lo recordaran todos aquellos que de manera energúmena gritaban para que se callara: “«¡Éste es el templo de la inteligencia! ¡Y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto”.
Lo dijo una tarde de uno de esos días en los que la tormenta fascista azotaba a esa Europa devastada por las ansias de poder que alimenta la ambición de una legión de fanáticos que no dudan al gritar ¡viva la muerte! ¡Abajo la inteligencia! Y lo más terrible ¡mueran los intelectuales! Como se escucha decir entre la multitud sorda ante la cual el filósofo, ya anciano, trata de demostrar lo insensato de las guerras, lo cruel que puede ser un poder sostenido por necrófilos mutilados para los cuales no puede ser posible una realidad distinta a la que ellos se han acostumbrado. Es lo que fácilmente se entiende en las palabras que brotan del alma de un agredido más por el furioso proceder de la ignorancia.
Cuando Don Miguel dirigiéndose al general Millán Astray, que había entrado haciendo alarde de fuerza al recinto, le dice: “Desgraciadamente, hay hoy en día demasiados mutilados. Y pronto habrá más si Dios no nos ayuda”. Y Obligándolo a reconocerse en su condición de lisiado sin miedo prosigue a decirle que le duele pensar en que una persona como él pueda enajenar la voluntad de las masas.
Pues el general lidera la turbamulta que lanza improperios en contra de Unamuno. Pero el rector no calla, animado por la indignación que le produce el ver que un mutilado de la guerra, como Miguel de Cervantes, pero sin grandeza espiritual, se sienta aliviado viendo cómo aumenta el número de tullidos a su alrededor. Porque para ello no se requiere tampoco de un intelecto como el del manco de Lepanto, quien bien pudo demostrar lo inútil de las armas. Mientras que para la guerra suficiente un sentido común como el que lleva a gritar al general ¡muera la inteligencia! Mientras el maestro reconociendo la fuerza que domina e impone el miedo le advierte: “Venceréis, pero no convenceréis” porque para convencer se requiere de razón.
Por: Ricardo Sarasty