Un entrampadero

Ricardo Sarasty

Cada vez las funciones para las cuales fue creada la Procuraduría como máximo organismo del ministerio público se desdibujan tras un nubarrón de dudas y reclamos, provocadas por las actuaciones de los funcionarios nombrados para ejercer ya como máximos jefes de la entidad o como sus delegados. Se su pone que el poder con el cual se ha revestido esta entidad primeramente debería estar al servicio de la ciudadanía en general, pero es precisamente esto lo que menos la ha distinguido y no es solo percepción, sino que realmente la conexión de este ente con la comunidad no ha existido ni existe porque ninguno de los objetivos que dice buscar cumplir en nombre del Estado para favorecimiento de los ciudadanos se cumplen.

Por lo que no es exagerado afirmar que en cuanto a su labor de carácter preventivo ni si quiere ha llegado a quedarse corta. Pues en el afán de mostrar las garras y provocar miedo no ante la institución si no frente al funcionario, que sabe bien como sacar provecho de tanto poder, solo se ha limitado a perseguir y castigar disciplinariamente allí en donde el Derecho penal no puede entrar a comprobar la existencia de un delito, convirtiendo el Derecho administrativo en una suerte de libro sagrado que solo admite la sagrada interpretación del funcionario, quien parece estar investido con el hábito de un sacerdote al mando de la más oscura secta. Por lo que aquello de prevenir para evitar sancionar solo es un decir. De no ser así la preocupación mayor estaría sintonizada con la educación, formando administradores públicos cuyo proceder como servidores al frente de las instituciones del Estado les obligue a permanecer atentos a la ética y la moral. A no ser que fiel a la filosofía de algunos de los máximos jefes que por el despacho central han pasado, aún se tenga la convicción del castigo para escarmentar educando, ante el peligro advertido en el mal proceder que cunde como mal ejemplo, tal cual se pensó por allá en los tiempos oscuros de la santa inquisición.

En cuanto a la función de intervención es letra muerta ya que cuando parece hacerlo solo se limita a elaborar conceptos no vinculantes y vacuos. Así como se ha visto su intervención ante la defensa del medioambiente, las acusaciones de carácter penal de los congresistas de los afectos del Procurador general o simplemente en los casos referidos a la defensa del derecho a la protesta vulnerado por integrantes de las fuerzas armadas tratándose de los mandos superiores. Por lo que pensar que tratándose de obrar y cumplir con esta función la única ley que funciona en esta dependencia del ministerio público es la ley del embudo, pues lo ancho siempre estará del lado de los sin poder y lo estrecho y bien estrecho para los poquitos que han hecho posible que el elegido o mejor ungido como procurador general o provincial o delegado este ahí haciendo uso de él.

En donde más actúan los procuradores es en lo concerniente a la aplicación del código disciplinario. Pues solo parecen permanecer atentos al hacer de los otros funcionarios públicos, fungiendo como guardianes severos del orden institucional, pareciéndose en ello al llamado “incorruptible” Robespierre quien sí supo aplicar como salvaguarda la fórmula aquella de que para situaciones difíciles soluciones extremas, para sostenerse en el poder en conjunto con el grupo de asambleístas que lo acompañaban y se favorecían a la sombra de su cruel tiranía.

Como en los días más oscuros de la dictadura de Robespierre, lo único que se ha visto como cumplimiento de esta función es el escabroso espectáculo de ver rodar cabezas de inocentes con el solo propósito de satisfacer el pedido de un público que solo entiende el discurso del odio.

Por: Ricardo Sarasty.

 

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